sábado, febrero 28, 2009

Relato: "La Prueba de Solaufein" de Éowyn

Publico aquí las dos partes del extenso relato "La Prueba de Solaufein", que (con permiso de Éowyn / Edryuet / Telavariel) incluí en la sección de relatos de La Piedra de Cristal.

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PRIMERA PARTE:

Mi nombre es Solaufein. Mis apellidos no importan, puesto que he renegado de mi casa, mi familia y mi hogar.

Yo vivía en la ciudad drow de Ust Natha, pero, aunque sólo hace algunos meses que la he abandonado, aquellos tiempos de oscuridad y muerte me parecen muy lejanos.

Recuerdo el día en que Vierna Do´Urden llegó a la ciudad buscando seguidores para su loco propósito: capturar a Drizzt Do´Urden, su hermano renegado, para poder llevarle de vuelta al hogar y, en un sacrificio a la Diosa Oscura, recuperar la pasada gloria de la casa Do´Urden. La matrona Baenre de Menzoberranzan no le dio mucho crédito, aunque le ofreció la ayuda de dos valiosos aliados: Pharaun Myzzrim y Ryld Argith, maestros de Melee-Maghtere y Sorcere respectivamente. En realidad, creo que la matrona Baenre solo pretendía con esta acción desembarazarse de tres molestias con un único golpe. Parecía evidente que Vierna había perdido el juicio, pero, inexplicablemente, gozaba del favor de Lloth, por eso no podía limitarse a matarla. En cuanto a los dos maestros... digamos que no se encontraban en una posición demasiado buena en la ciudad. Los Myzzrim pretendían desembarazarse del díscolo mago, y Ryld había cometido la imprudencia de aliarse con él. Pero no fueron estos dos personajes los que más me llamaron la atención, sino, indudablemente, el humano que les acompañaba. De alguna manera, Vierna había conseguido contactar con el peor enemigo de Drizzt Do´Urden, Artemis Entreri, un peligroso asesino a sueldo que había secundado de inmediato su propuesta a cambio de obtener un duelo reservado con su némesis. A pesar de ser humano, Artemis Entreri parecía pertenecer a la ciudad drow como si hubiera nacido allí. Alto y delgado, de facciones angulosas, hubiera podido pasar por un drow de no ser por el color de su piel. Incluso la mirada de sus ojos, fría y mortal era perfecta para aquel lugar. No, Artemis Entreri no desentonaba en absoluto. Probablemente se encontraba más cómodo en aquel lugar que yo mismo.

Solaufein, ese es el nombre de un drow que en secreto repudiaba a Lloth y veneraba a su hija Eilistraee, la de los Cabellos de Plata. Toda mi vida ha sido una farsa, me veía obligado a aceptar las exigencias de la matrona Ardulaz para evitar ser descubierto, y he cometido muchas fechorías a lo largo de mi estancia en la Infraoscuridad. Fechorías de las que no me siento satisfecho en absoluto, pero... ¿qué otra opción tenía? Por supuesto había oído hablar de Drizzt Do´Urden y de sus hazañas, pero yo no me veía capaz de hacer algo semejante, al menos, no en solitario. Entonces, apareció Vierna.

La mujer vestía la túnica de las sacerdotisas de Lloth, algo sorprendente porque la Reina Oscura había retirado su favor a la casa Do´Urden hacía más de dos décadas. Además, y esto era más sorprendente aún, llevaba el látigo de cabezas de serpiente que sólo pueden llevar las sumas sacerdotisas. Pero lo que más me sorprendió fueron sus ojos: en los ojos de Vierna relucía el brillo de la locura. Quién sabe las cosas por las que habría tenido que pasar aquella mujer para perder el juicio, pero quedaban claros los motivos por los que en Menzoberranzan no le habían hecho caso, y en Ust Natha no iba a ser de otro modo. Vierna había venido buscando a Jarlaxle, porque se rumoreaba que el jefe de mercenarios y su banda estaban en la ciudad, como así era. Jarlaxle se rió en su cara y la expulsó de su cuartel secreto denegándole su ayuda.

Entonces, Phaere, la hija de la Matrona Ardulaz, le propuso un trato: yo me había vuelto “blando” según los cánones drows, y una molestia para Phaere. Una molestia que había que eliminar, sin embargo, soy un diestro guerrero y un poderoso mago, motivos por los cuales la casa no se había atrevido aún a deshacerse de mi. ¿Cómo iba a ser de otro modo en una sociedad en constante batalla consigo misma? Sin embargo, Phaere deseaba matarme por motivos mucho más personales. Hubo un tiempo en que Phaere y yo fuimos amantes. Nos amábamos de un modo mucho más profundo de lo que suele ser usual entre los drows. Ella fue castigada por la diosa araña, y sometida a torturas que no quiero ni imaginar, hasta que destruyeron por completo a la mujer que había amado una vez, dejando solo a la sacerdotisa drow. De algún modo, yo era para Phaere un recordatorio de su propia debilidad, de los horrores sufridos de los que inconscientemente me culpaba. Sabía que la casa no aceptaría sacrificarme sólo por este motivo, pero Vierna era extranjera en la ciudad. Tenía las manos libres para actuar sin que las demás casas tomaran represalias. Phaere le encargó a Vierna que me matara, y en un principio pareció dispuesta a hacerlo. Yo no sospechaba nada, de modo que habría podido matarme a traición sin mayores dificultades. Pero no pudo. Por alguna extraña razón no pudo hacerlo.

Más tarde me habló de un hombre, de nombre parecido al mío y parecidos ideales, que había compartido estrechos vínculos con ella. Su propia mano le había entregado en sacrificio a Lloth, y en ese momento se había convencido de que era lo correcto y así debía hacerse. Al parecer, cuando se vio frente a mí, de algún modo recordó lo que había sucedido con su padre. Le recordé a él, y se dio cuenta de que no sería capaz de repetir aquello de nuevo. Para mi sorpresa, la sacerdotisa drow me confesó que no podía matarme. Fue entonces cuando comprendí que aún no estaba todo perdido. Había oído hablar del célebre Zaknafein Do´Urden, y sabía que era el padre de Drizzt, aunque ignoraba que el parentesco se extendía también a Vierna. Si Zaknafein había sido diferente, igual que lo había sido Drizzt, o incluso yo mismo... ¿por qué no habría de ser así también para Vierna? Ella me pidió que le entregara mi piwawfi para poder tener una prueba palpable que entregar a Phaere para convencerla de mi muerte, y me aconsejó que me marchara de la ciudad.

Así lo hice, pero, una vez fuera de los muros de Ust Natha, me puse a pensar.... ¿dónde podía ir? No me seducía la idea de permanecer el resto de mi vida intentando sobrevivir en la salvaje Antípoda Oscura. Ahora era un proscrito, no podía regresar a mi ciudad natal y tampoco me aceptarían en ninguna otra. El único camino que se extendía ante mí era el brillo de compasión que había brillado momentáneamente en los ojos de Vierna cuando intentó matarme. Era mi única salida, de modo que aguardé pacientemente a la salida de la ciudad hasta que Vierna y su grupo salieron de Ust Natha. Como era lógico, Phaere no había cumplido su promesa de ayuda, y en cuanto se hubo convencido de que yo estaba muerto había expulsado a Vierna de la ciudad. Me presenté ante ella y le expuse mi delicada situación. Al principio pareció que iba a negarse, pero después de considerarlo un instante, finalmente accedió a que les acompañara a la superficie en busca de Drizzt. Yo no cabía en mi de mi asombro. Con tan sólo tres hombres a su cargo, Vierna estaba dispuesta realmente a subir a la superficie para cazar a su hermano traicionero.

El camino hasta la superficie fue arduo. Reconozco que sentía cierta excitación ante la idea de ver el sol por primera vez, aunque me habían hablado de los terribles efectos que provocaba en las criaturas de la oscuridad. Yo no tenía miedo. Tal vez fuera porque realmente nunca me consideré una criatura de la oscuridad.

Yo sabía que en cuanto saliéramos a la superficie tendríamos problemas. La puerta que habíamos escogido desembocaba directamente en un antiguo Templo Elfo. Era una de las salidas más recientes, y había sido practicada con el objeto de realizar un ataque contra nuestros primos de la superficie. La guerra aún no había concluido, y yo sabía que habría elfos vigilando la salida. Elfos dispuestos a traspasarnos con sus flechas en cuanto asomásemos la cabeza. Intenté una salida desesperada; como Vierna no atendía a razones me separé del grupo. Me adelanté, marchando por mi cuenta, porque sabía que un drow solo tenía más posibilidades de ser escuchado. Los elfos me escoltaron a presencia de Elhan, su líder, el cual me interrogó utilizando a sus magos para detectar mis posibles mentiras. No halló ninguna. Le conté la verdad, le dije quién era, quién era la deidad que realmente moraba en mi corazón. Le hablé de Vierna, y de mi creencia de que no todo estaba perdido para ella. En definitiva, le pedí ayuda a aquel elfo de la superficie, algo que nunca habría pensado que podría llegar a hacer. Y para mi sorpresa, Elhan aceptó ayudarme, porque había visto verdad en mis palabras y sabía que no le mentía. Como la luz del sol había destruido mi equipo, mi armadura y mis armas, me hizo entrega de un delicado arco élfico como signo de amistad, y me dijo que nada más podría hacer para ayudarme. Sus elfos permitirían el paso de nuestro grupo sin disparar, pero yo sería responsable de las acciones que pudieran cometer en la superficie. Concluyó diciendo que si faltaba a mi palabra, él mismo en persona me buscaría para acabar conmigo. Aquello era más de lo que hubiera esperado obtener de cualquiera de mis congéneres en una situación similar.

Me reencontré con Vierna y los otros, que habían pasado el puesto de observación élfico sin encontrar resistencia. Vierna no parecía haberse dado cuenta. Caminaba como una autómata encaminada a un fin. Pharaun, sin embargo, lanzaba recelosas miradas a su alrededor, como si comprendiese que algo no iba del todo bien. A pesar de todo, no tuvimos mayores incidentes por el camino. Pasamos por la ciudad de Athkatla, donde Vierna, Ryld, Pharaun y yo adquirimos armaduras, túnicas y armas para reemplazar las que el sol nos había arrebatado. Afortunadamente contábamos con un humano en el grupo para realizar todas las compras y habituallamientos, aunque dudo mucho de la sutileza de Artemis Entreri, y sospecho que la mayor parte de las “compras” las realizó sin intercambiar moneda alguna. De todas formas era algo que no podíamos evitar, y la reputación de Vierna estaba por los suelos, debido a las numerosas injusticias y crímenes que había realizado hasta el momento. A pesar de todo, yo seguía aferrándome a aquel brillo que había visto en sus ojos, un débil rayo de luz en medio de la oscuridad. Era poco, pero un náufrago sólo necesita una tabla para aferrarse en mitad de la tormenta, y aquel fino rayo de esperanza era todo cuanto yo necesitaba para confirmar mi fe en Eilistraee.

Durante el viaje a Mithrill Hall, donde según Vierna se escondía Drizzt, aprovechaba cualquier momento para plantearle dudas y cuestiones filosóficas de orden moral, intrigado por conocer sus respuestas. Al principio no las pensaba, pero poco a poco empezó a mostrarse interesada y conseguí hacerle pensar en cosas a las que nunca había prestado atención. Poco a poco, el brillo de locura se fue apagando, y cada vez eran más las ocasiones en que veía brillar un destello de lucidez en sus ojos rojos, lo cual no hacía sino avivar mi esperanza.

Aquellos que leáis esto os preguntaréis sin duda los motivos de esta obsesión: ¿por qué me empeñaba en demostrar que Vierna no era la malvada sacerdotisa que aparentaba ser? Creo que necesitaba demostrármelo a mi mismo. Durante toda mi vida, la pregunta de si los drows nacían malvados o era la corrupta sociedad en la que crecían la que les pervertía, me ha estado atormentando. Aquello se había convertido en una apuesta personal con mi Diosa Eilistraee. Si conseguía encontrar lo bueno que se escondía dentro del alma de Vierna Do´Urden, me sentiría satisfecho.

Animado por esta visión, nuevamente me separé del grupo, robé un caballo de un pueblo cercano (dejando como pago una bolsa de monedas de oro que el dueño difícilmente habría querido aceptar si se la hubiera dado en persona) y me adelanté a ellos llegando a Mithrill Hall con varios días de antelación. Los enanos trataron de cerrarme el paso, pero yo necesitaba ver a Drizzt. Así que usé mi habilidad para teleportarme y así poder entrar en la fortaleza. Los enanos me perseguían, pero no tenían nada que hacer contra las largas piernas de un drow. Lo malo es que daban la voz de alarma y pronto el pasillo se llenó de enanos y tuve que meterme por otros adyacentes y usar varias veces mi habilidad de teletransporte hasta que, finalmente, el rey en persona apareció, alarmado por el jaleo. Al verme desenfundó su hacha, y él y un bárbaro enorme se arrojaron sobre mí. Pero entonces le vi a él, detrás del enano. Al verme, titubeó, claramente confundido. Le grité en nuestro idioma que necesitaba hablar con él, y finalmente hizo una seña a sus amigos para que me soltaran y me dejaran hablar.
- Vendui, abbil. Phull dos Drizzt Do´Urden? (Saludos, compañero. ¿Eres tú Drizzt Do´Urden?)
Drizzt asintió, ligeramente sorprendido:
- Dos phull ilythiiri (tu eres un drow) –señaló, como para indicar la razón de su desconcierto- no esperaba encontrar a alguien hablando la lengua de los drow en este lugar, y mucho menos alguien que afirma ser un amigo. Si, abbil, soy Drizzt, ¿quién eres tú?
Le expliqué de manera concisa y breve quién era y los motivos que me habían guiado a la superficie. Le hablé de Vierna, y rápidamente Drizzt me indicó que le acompañara a un lugar más privado. Allí le expliqué todo cuanto había acontecido en Menzoberranzan desde su partida; le hablé de la caída de la casa Do´Urden, de la muerte de sus hermanas Maya y Briza y de su madre Malicia, de la locura de Vierna y del ingreso de Dinin en la banda de mercenarios de Jarlaxle. Luego le hablé del loco plan de su hermana y de sus pretensiones de recuperar el favor de Lloth. Le conté cómo había adquirido los servicios de Artemis Entreri y que se dirigía hacia allí acompañada de dos maestros de Menzoberranzan. Drizzt escuchó sorprendido todas las nuevas, aunque no pareció afectado en absoluto por tan ominosas noticias, y juntos trazamos un plan. Los túneles de Mithrill Hall bajaban muy profundo. Yo podía guiar a los demás hasta allí y Drizzt se ocuparía de lo demás. Le expuse mis esperanzas acerca de Vierna, y él me habló de Zaknafein, su padre, y cómo durante su infancia, Vierna había sido la más compasiva de sus tres hermanas.

Cuando abandoné Mithrill Hall, nuevas esperanzas alimentaban mi corazón. Cuando me reuní con los otros les expuse mi plan. Puesto que era imposible que un grupo de cinco personas pudiese colarse en la vigilada Mitrhill Hall yo apostaba por un camino más seguro. Había un acceso a la Infraoscuridad cerca de allí, y desde aquel lugar sería fácil acceder a los niveles inferiores de las minas. Todos parecieron estar de acuerdo con el plan, excepto Pharaun. El astuto hechicero desconfiaba de mí y de la relación que estaba manteniendo con Vierna. Debía procurar deshacerme de él lo más rápidamente posible. Le ataqué aquella misma noche, un momento en que se quedó solo en el bosque. Pharaun es un mago muy poderoso, y no me puso las cosas fáciles, pero yo no me quedo atrás y además tengo la ventaja de ser un hábil guerrero. No le maté, pero me preocupé de despojarle de todas sus pertenencias, armas, objetos mágicos y componentes de hechizos para dejarle completamente indefenso. Lo más sensato que puede hacer cuando recupere el conocimiento será regresar a la seguridad de Menzoberranzan por los túneles. Lo que pase después no me importa.

Llegamos de nuevo a la Infraoscuridad. Examino a los miembros de mi grupo: Artemis Entreri está demasiado obsesionado con encontrarse de nuevo con Drizzt como para recelar de mis intenciones. Ryld, a diferencia de Pharaun, no constituye un peligro. Es un soldado fiel, obedece todas las órdenes sin rechistar. Callado, reservado y obediente, me recuerda a como era yo cuando estaba en Ust Natha. Y Vierna... hemos caminado juntos durante semanas, tal vez meses, y en ese tiempo he notado como se acercaba más y más a mi, rompiendo aquella fría coraza. Ahora la siento más cercana, y sé que puedo salvarla de la locura y de la muerte. De todas formas, no estaba de más ser precavido, así que, en cuanto llegamos a los túneles me deshice de los dos hombres que nos acompañaban. Convencí a Artemis y Ryld para que investigaran en uno de los túneles que yo sabía que llevaba de nuevo a la superficie, mientras yo conducía a Vierna por el que nos conduciría a nuestro punto de destino.

Me las prometía tan felices que no me di cuenta del peligro que suponía haber regresado a la Infraoscuridad y por tanto a los territorios dominados por la influencia de Lloth.

Aparecieron de repente; un oscuro agujero se abrió en el aire ante nosotros y de él emergió Archryssa, una de las terribles siervas de Lloth. En ese instante sentí cómo el terror me embargaba, porque ya había vivido aquel momento en mis peores pesadillas.
- He venido para entregar a Solaufein a la ira de Lloth. Entrégamelo, sacerdotisa, y te dejaré vivir.
Entonces sucedió lo impensable. Vierna, la mujer que había subido a la superficie con el único objetivo de cazar a un proscrito para recuperar el favor de Lloth, se volvió contra la oscura deidad para defender a otro proscrito. Vierna Do´Urden dio un paso al frente para colocarse entre la sierva y yo.
- Solaufein y yo somos uno, Archryssa. Si le quieres, tendrás que pasar a través de mi. –Vierna atacó con su látigo de serpientes, pero repentinamente las víboras se revolvieron furiosas en su mano y atacaron a su ama. Vierna dejó caer el látigo con un gemido, mientras se sujetaba la mano dolorida.
- ¡Loca! ¡Tu misma te has condenado por tus palabras ante la Diosa Lloth! –exclamó Archryssa- y por Lloth serás juzgada, pero a su debido tiempo –la sierva concentró en mi su atención- ahora lo más importante es el traidor Solaufein. La venganza de Lloth contra ti será más personal, como castigo a tu insolencia al haber renegado de ella para venerar a su descastada e impía hija. Lloth me ha otorgado el poder de separarte de tus compañeros, Solaufein. Ella tendrá que contemplar cómo te enfrentas conmigo a tus peores pesadillas... ¡solo!
Ante mi espanto, Vierna desapareció envuelta en un círculo de luz azul.
- Y ahora, para divertimiento del público... ¡tu muerte! –Archryssa atacó, golpeándome con su látigo.
- ¡No! ¡Maldita seas! –exclamé mientras detenía su arremetida con mi fiel espada Igualadora- te derrotaré.
- No lo creo, miserable varón –se rió Archryssa esquivando mi arremetida y contraatacando con un golpe que me acertó de pleno. Las víboras del látigo se revolvieron para morderme, pero afortunadamente llevaba puesta la armadura y sólo una me alcanzó en la mano que empuñaba la espada. De inmediato sentí el dolor recorrerme el antebrazo como una descarga eléctrica, la mano se me adormeció y ya no era capaz de sentir la espada, aunque sabía que aún la empuñaba- ¡Soy el instrumento de Lloth! A través de mí, ella absorberá tu alma hasta dejar tu cuerpo vacío y seco. Y cuando tú hayas caído, le tocará el turno a esa sacerdotisa traidora.
Aquello me dio fuerzas para contraatacar y me arrojé sobre ella con una fuerza y una rabia nacida de la desesperación. Archryssa retrocedió, sorprendida por mi ímpetu, encontrándose de pronto muy apurada para detener mis golpes. Conseguí acorralarla contra la pared, pero entonces, otro agujero se abrió a su lado, y por él apareció una araña de proporciones monstruosas, una de las enviadas de Lloth. En ese instante, el miedo nubló mis sentidos, y no me importa reconocer que mi primer impulso fue salir corriendo. Yo, el gran Solaufein, guerrero temido y diestro mago, habiendo participado en múltiples batallas y combates sin saber jamás lo que era el miedo, me encontré corriendo por los pasillos de Mitrill Hall asustado como un niño. Conocía bien aquel tipo de monstruos y sabía que no era nada fácil derrotarlas. Tenían las patas tan largas que resultaba prácticamente imposible acertarles con una espada, y para hacerlo tenías que arriesgarte y exponerte demasiado cerca de sus mandíbulas rezumantes de veneno.

No llegué muy lejos. La araña expulsó su pegajosa tela, que se extendió por el pasillo con increíble rapidez, impregnándolo todo, envolviéndome en un frío abrazo como el gusano en el capullo, impidiéndome moverme, atrapado como una mosca. Las observaciones no podían ser más acertadas, porque la mortífera araña gigante se acercaba peligrosamente por el pasillo, como una de sus primas de menor tamaño, dirigiéndose hacia la comida. Yo observaba impotente su avance; gruesas gotas de sudor resbalaban por mi frente mientras hacía vanos esfuerzos por desasirme, y la araña estaba más y más cerca a cada segundo. Ya podía escuchar el rascar de las patas peludas contra las pulidas paredes de piedra, y podía sentir su fétido olor. Indefenso, indefenso... la idea me quemaba: si yo moría, Vierna correría mi misma suerte.

Las mandíbulas de la araña me alcanzaron, seccionando carne y músculos junto a una gran cantidad de aquellas hebras pegajosas. Era todo cuanto necesitaba para reaccionar. Noté que ahora tenía más movilidad, y antes de que el monstruo pudiera atacar de nuevo tuve tiempo de liberar la mano izquierda y arrojarle una daga al interior de las fauces abiertas. La araña chilló de un modo que pareció a punto de reventarme los tímpanos, pero me concedió los segundos que necesitaba para cortar las hebras con mi fiel Igualadora. En un momento estaba de pie y corría por el pasillo, sin preocuparme de la sangre que manchaba mis ropas. Ni siquiera me paré a examinar dónde me había herido exactamente. En aquellos momentos, aquello era lo menos importante.

Yo corría, pero la araña era endiabladamente rápida, y me perseguía con la tenacidad de un perro de caza tras la pista de un conejo. Necesitaba hacer algo que me permitiera alargar las distancias cuanto antes, y lo único que se me ocurrió fue recurrir a la magia, pero con aquella armadura tan pesada me resultaba imposible realizar cualquier tipo de movimientos ni permitir el libre flujo de la energía mágica. Además, el peso de la armadura me hacía perder velocidad. Sin dudarlo un instante empecé a quitarme las piezas de la armadura sin parar de correr, pasándomela por la cabeza y sembrando mi camino con ellas. En cuanto me hube deshecho de la armadura me sentí más poderoso, e irónicamente, mucho más indefenso. Si la araña me mordía ahora probablemente no lo contaría. Podía ya sentir su veneno circulándome por las venas, restándome las fuerzas. Ahora podía lanzar hechizos, el problema era que para eso necesitaría detenerme, y la araña no parecía dispuesta a otorgarme ese tiempo. Entonces divisé a lo lejos mi salvación: había una cueva repleta de gusanos carroñeros más adelante, y tras ellos el túnel continuaba. Podía preparar una emboscada a la araña que me diera tiempo de maniobrar algún conjuro y lo hice todo a la carrera, sin pararme un segundo a pensar. Pasé entre los adormilados gusanos como una exhalación, sorteando hábilmente sus esponjosos cuerpos para evitar que me mordieran, lo cual hubiera sido mi perdición en aquellas circunstancias, y rápidamente conseguí llegar al otro extremo de la cueva. Jadeante me detuve en el umbral y observé como la araña arremetía contra los gusanos que le bloqueaban el paso. Ahora tenía tiempo de preparar un contraataque.

Para darme tiempo a preparar un hechizo mayor lancé una nube pestilente al centro de la cueva redonda, y de inmediato los vapores venenosos se desperdigaron por toda la estancia, entorpeciendo los movimientos de las bestias que luchaban. Entonces me concentré para invocar a una criatura de los planos inferiores para que me ayudara. El aire se abrió en el interior de la cueva para permitir el paso a un enorme Draco. Sus alas extendidas ocupaban todo el diámetro de la cueva. Con una orden mental le impartí mis instrucciones, deteniendo al reptil cuando se dirigía contra los gusanos, indicándole que el objetivo principal era la araña gigante. Convencido de que aquello me daría un poco más de tiempo, decidí salir corriendo de allí, ya que no tenía la menor intención de quedarme a contemplar el espectáculo. Pero, al volverme, me encontré a Archryssa esperándome, con una sonrisa de oreja a oreja en su negro rostro. El desánimo inundó mi ánimo: no podía retroceder ya que eso significaría entrar en la cueva donde flotaban los vapores tóxicos en medio de los gusanos y la temible araña. Tampoco podía ir hacia delante, porque Archryssa me cortaba el paso, y estaba claro que no me daría tiempo para un ataque mágico. Sólo tenía una salida: pelear cuerpo a cuerpo. Y en aquel momento me encontraba en las peores condiciones para eso. Ya no tenía la armadura, estaba herido y el veneno de la araña circulaba por mis venas, entorpeciendo mis movimientos. Archryssa pareció leer mi angustia en mi rostro, porque su sonrisa se ensanchó en una mueca cruel y sádica, y atacó con un mayal a cuyo extremo pendía una enorme bola de acero repleta de pinchos. El golpe, dirigido a mi cabeza, me la habría reventado de haber estado allí para recibirla, pero por fortuna reaccioné lo suficientemente rápido como para agacharme y el proyectil pasó zumbando a pocos centímetros de mi cabello.

Necesitaba tiempo para reponerme, pero estaba claro que mi rival no estaba dispuesta a dármelo, así que opté por una solución desesperada. Archryssa me tenía acorralado entre la espada y la pared, sin margen de reacción, así que lo más urgente era salir de allí. Utilicé mi habilidad innata para el teletransporte, y reaparecí varios metros más abajo por el túnel. Rápidamente eché a correr, intentando poner la máxima distancia posible entre mi agresora y yo. Necesitaba reponerme, curar mi herida que no dejaba de sangrar, buscar alguna pócima curativa en la mochila y serenarme para pensar una estrategia. Ya había recorrido una buena distancia y no había rastro de mis perseguidores, pero justo cuando empezaba a serenarme noté un tirón brusco y mi cuerpo se detuvo con una sacudida que fue incluso dolorosa. Miré hacia atrás, pero no había nadie tirando de mi cuerpo. Sin embargo, había alguna fuerza imperiosa, de origen mágico con toda seguridad, que me arrastraba, tiraba de mi y yo no podía hacer nada por resistirme. Traté de sujetarme al borde de una esquina, pero la fuerza era potente, despiadada como el vórtice de un tornado que arrastra consigo todo lo que se encuentra a su paso. Caí hacia atrás y retrocedí a trompicones toda la distancia que había ganado. Conseguí volver mi cuerpo justo a tiempo de ver a la triunfante Archryssa, con los brazos abiertos dispuesta a recibirme. No tenía mucho tiempo; en cuanto llegué a sus pies descargó un brutal golpe con su mayal destinado a chafar mi cabeza como si de una sandía madura se tratase, pero en el último instante, aprovechando la fuerza del impulso mágico, me desvié a un lado, derrapé y descargué un profundo tajo a la pierna de mi atacante. Archryssa gritó, y la fuerza mágica se detuvo. Me incorporé con la agilidad de un gato, jadeante, y me arrojé sobre ella completamente furioso, comprendiendo que hasta que no la matara no podría verme libre de ella. Al menos había conseguido algo con mi loca huída, porque el túnel en que nos encontrábamos estaba a cierta distancia de la gruta donde había dejado a la araña gigante, y entre nosotros había dejado muchos túneles y recovecos. Si el draco no acababa con ella al menos tenía la posibilidad de que el monstruo se perdiera y tardara en encontrarnos. Mientras me arrojaba sobre Archryssa cerré los ojos, consciente de que mi maltrecho estado convertía el enfrentamiento directo en un suicidio, y recé con todas mis fuerzas a mi Dama Eilistraee para que me concediera el tiempo que necesitaba antes de que la araña apareciera. De nuevo Archryssa quedó sorprendida con la furia de mi ataque, y conseguí alcanzarla varias veces. La herí de gravedad en varios puntos vitales, ciego al dolor de mi propia herida, con los sentidos nublados en una suerte de frenesí salvaje. Cuando, agotado me detuve y retrocedí, convencido de que ningún ser vivo hubiera podido sobrevivir a aquel ataque, contemplé con desconsuelo como las heridas de la mujer sanaban mágicamente.
- ¡Necio! –exclamó con una carcajada- ¡Lloth vela por mí! Como si quisiera demostrarlo, exclamó una sola palabra, y el mundo se volvió rojo. El dolor estalló en mi mente con la intensidad de un caldero burbujeante, y sentí como si mi cuerpo entero reventara y ardiera en llamas. Me mantuve en pie, herido y vacilante ante la descarga mágica, pero con mirada desafiante, a pesar de que apenas podía mantener alzada la espada. Los músculos me dolían, la herida me ardía en algún lugar por las costillas, y tenía el cuerpo lleno de quemaduras.

La drow atacó con un golpe de su mayal, sorprendida de que aún siguiera consciente, e, instintivamente, alcé mi espada para parar el golpe. El mayal se enrolló alrededor de la espada y yo tuve que retroceder. Entonces sentí el tacto de la piedra contra mi espalda y comprendí que estaba perdido. Archryssa pareció llegar a la misma conclusión, porque rió salvajemente y descargó un brutal golpe contra la piedra. Conseguí reaccionar para apartarme, pero no fui lo suficientemente rápido. El veneno nublaba mis sentidos, abotargando mi mente y privándome de la destreza de movimientos. Los acerados pinchos del mayal desgarraron mi brazo izquierdo. Sentí el dolor como algo muy lejano, porque el veneno me impedía sentir nada, pero comprendí que la herida era de consideración cuando eché un vistazo rápido y encontré la manga de la camisa echa trizas y empapada de sangre. Archryssa se rió salvajemente y se preparó para cargar de nuevo. Estaba acorralado, y la vista me fallaba. Sentí que caía al suelo. No podía moverme, la risa de la sierva me llegaba desde muy lejos, pero una voz interna me decía que debía moverme o de lo contrario moriría. No sé cómo alcancé a frotar el anillo mágico que le había sustraído a Pharaun. No sabía exactamente qué es lo que haría, pero eso en realidad no importaba ya demasiado. Archryssa descargó la terrible bola sobre mi cabeza, pero un alfanje surgió de la nada, deteniendo el golpe. Consciente de que algo había sucedido al oír el grito de frustración de la sierva, alcé la cabeza: ¡un djinni había aparecido de la nada y ahora combatía ferozmente contra la sierva! Reacciona, me dijo la voz del sentido común, no cedas ahora. Ahora tienes el tiempo que necesitabas, el ser que has conjurado no permanecerá mucho tiempo en este plano, ¡aprovéchalo!

Lentamente me incorporé, intentando enfocar de nuevo la visión. Me entraron arcadas y tuve que detenerme, pero en cuanto me recuperé lo intenté de nuevo, aunque más lentamente. Alargué la mano hacia mi bolsa y la abrí. De su interior extraje un frasco de color rojo. Tampoco sabía exactamente qué es lo que era, y mi visión era tan borrosa que no acertaba a leer lo que ponía en la etiqueta. Encogiéndome de hombros, lo destapé y me lo bebí de un trago. Nada podía ser peor que mi situación actual. De inmediato, una sensación vivificadora recorrió mi cuerpo, inundándome con una energía tan estimulante que me provocó un estremecimiento. Me levanté al instante, notando sorprendido que ya no notaba los efectos del veneno. Me sentía sano y fuerte, pletórico de energía y vida, y las quemaduras se habían curado. No sabía cuanto durarían los efectos de la pócima, por lo que me arrojé inmediatamente al combate. Archryssa empezó a vérselas en apuros. Armada únicamente con el mayal, se las veía y se las deseaba para detener los ataques que le llegaban desde los dos flancos a la vez. El djinni combatía ferozmente con su alfanje, y yo me compenetraba con él usando mi espada larga hasta que la acorralamos contra un muro. Al ver que llevaba las de perder, Archryssa unió las manos en una plegaria.
- ¡No! –exclamé- ¡no la dejes terminar el hechizo!
Demasiado tarde, un escudo indestructible la cubrió de la cabeza a los pies. Archryssa sonrió triunfal, y se lanzó al ataque con nuevos bríos. Yo no cedí, consciente de que aquella tal vez sería mi última oportunidad, pero el djinni cayó tras un ataque salvaje que le destrozó por completo, obligándole a regresar a su plano material. Froté con denuedo el anillo, aunque sabía por experiencia que aquel tipo de objetos sólo podían usarse un número limitado de ocasiones, y nunca dos veces al día. Entonces recordé mi otro anillo. Era un anillo de ariete, y por lo que sabía de él era más que probable que fuera capaz de atravesar las protecciones mágicas de aquel tipo. Lo orienté hacia Archryssa cuando la sierva se volvía hacia mi con una sonrisa sádica, y el repentino impacto la hizo doblarse por la mitad como un árbol talado cuando la improvisada arma atravesó sus defensas como si de simple papel se trataran. Alcancé a distinguir el agujero del escudo, que empezaba a cerrarse, y comprendí lo que tenía que hacer. Antes de que el escudo mágico se cerrara de nuevo, me lancé en plancha con la espada por delante, y mi Igualadora atravesó la barrera mágica por la pequeña oquedad abierta por el anillo, atravesó la armadura rota y se hundió profundamente en la carne de la sierva. Archryssa puso los ojos en blanco y empezó a farfullar algo, seguramente otra oración, pero esta vez no pensaba darle esa oportunidad. Empujé hasta que la espada chocó contra la piedra por el otro extremo, y el escudo mágico, en sintonía con su dueña, empezó a debilitarse. Entonces, moví la espada hacia arriba, y a medida que el escudo se iba disolviendo, mi espada iba cortando la carne de la sierva como si de mantequilla se tratase hasta que llegó a la cabeza y también la cortó por la mitad. Retrocedí un paso, y el cuerpo erguido de la sierva me miró fijamente, sin ver nada, antes de partirse por la mitad entre una cascada de sangre. Me cubrí la cara para evitar que me salpicara la sucia sangre, y después salté sobre el cadáver y lo troceé furiosamente, asegurándome de que Lloth no pudiera curar aquellas heridas. Aún seguía golpeando y cortando los restos con salvaje frenesí cuando una voz me llamó, devolviéndome a la realidad. Vierna estaba allí, al principio del túnel, mirándome, y un profundo alivio llenó mi ser cuando descubrí que no había sufrido daño alguno. Rápidamente me reuní con ella.
- Me alegra tanto que estés aquí –exclamé sinceramente- nunca imaginé que nos separarían de esta forma. ¿Qué sucedió?
- Fue... muy raro –los ojos de Vierna eran aún los de alguien que se había extraviado en medio de una tormenta y busca desesperadamente una salida, y sin embargo me miraban con una intensidad como nunca antes había observado- podía observar la batalla, pero no podía moverme o interferir de algún modo. Cuando derrotaste a Archryssa la fuerza que me mantenía prisionera desapareció y quedé libre.
Vierna se quedó contemplando mis heridas, como cuenta la Leyenda que la Diosa de la Luna hizo una vez con Corellon Larethian, el Padre del Panteón Elfico y padre de Eilistraee. Cuentan que las lágrimas que Selune derramó aquel día se mezclaron con la sangre de Corellon y así nacieron los elfos de la superficie. No había lágrimas en los ojos de Vierna, hubiera sido esperar demasiado de un drow, pero la expresión de su rostro no era muy diferente. Movido por un súbito impulso, la tomé de la mano.
- Tu desaparición fue lo que más me asustó, Vierna, yo...
Me mordí el labio, sorprendido por aquella súbita reacción. Estaba sorprendido porque en ese instante me di cuenta de que estaba diciendo la verdad, de que la angustia que había sentido cuando creí que ella estaría en peligro había sido lo que me había dado coraje para continuar luchando. Me arrepentí de haber dicho esas palabras, y me encogí instintivamente, esperando alguna clase de castigo por mi osadía. La reacción de Vierna fue aún más sorprendente, se adelantó y me besó sin previo aviso en los labios. Con aquel beso comprendí que lo que en un principio no había sido más que un acto de bondad se había convertido en algo mucho más personal por mi parte... y por la suya.
- Lo acepto –dije luego, mirándola fijamente a los ojos, los ojos de un extraviado marinero que se esfuerza por encontrar la costa en medio de los arrecifes- como una promesa de lo que ha de venir.
Ella no contestó, y cuando apreté con más fuerza sus heladas manos entre las mías, las noté tensas y pensé que se desharía de mi, pero no lo hizo. Su mirada se relajó, y de nuevo apareció el destello de cordura mientras me contemplaba con una serenidad que había visto en ella en muy pocas ocasiones desde que habíamos empezado aquella loca aventura. Una serenidad que su espíritu atormentado probablemente no habría conocido durante años, tal vez en toda su vida. Mientras cerraba con fuerza mis manos sobre las suyas y las atraía contra mi pecho, me hice la promesa de que haría todo lo posible por salvar a aquella mujer, por hacerle recobrar la cordura y conseguir que recuperara el legado de su padre, que permanecía oculto en el fondo de su corazón. Y de alguna manera, supe que lo conseguiría. Superaría aquella prueba.

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SEGUNDA PARTE

Prólogo

“Ignoro que fue lo que sucedió en el intervalo de tiempo en que mi alma se separó de su cuerpo para ir a reunirse con la luz de Eilistraee. Vierna se muestra reticente cada vez que le comento algo al respecto, y siempre trata de eludir el tema. No guardo recuerdos de aquel momento más que una sensación confusa y borrosa de gran felicidad y de dicha suprema, y luego, cuando desperté, recordé las palabras de ella en mi mente. Ella, que me decía que aún no era tiempo de morir, que me decía que aún tenía muchas cosas por hacer, muchas pruebas más por superar. Y recordé la espada. Me había hablado de ella mientras mi alma estuvo fuera de su cuerpo. Si, ahora, cuando tengo la espada entre mis manos y me contemplo en su superficie pálida y plateada, sé que vi a Eilistraee, mi alma estuvo con ella. Siempre temí que al morir mi espíritu fuera a caer en las voraces fauces de Lloth. Al menos, eso es lo que me habían inculcado siempre desde niño. Según las sacerdotisas, aunque un traidor pudiera escapar de la justicia del pueblo, al final, Lloth se cobraría su venganza, y si no podía apoderarse de él en vida, lo haría durante la muerte. Ese era mi mayor temor, pero ahora puedo estar tranquilo. Ya no temo a la muerte porque sé que Eilistraee me protege, y la espada que llevo orgullosamente al cinto es la mayor prueba de ello. La espada... Las Hojas de Luna son armas sagradas para el pueblo elfo. Según la Leyenda, estas hojas mágicas tienen la capacidad de escoger libremente a su dueño, y de matar al que se atreva a empuñarlas si no es considerado digno. Estuve informándome en la Biblioteca de Luna Plateada cuando acabó esta aventura. Alustriel fue muy amable conmigo al permitirme la entrada en su maravillosa ciudad. Nunca había visto tantos libros juntos, tanta sabiduría, tanta poesía. Aquella ciudad me inspiró los más hermosos cánticos, y la belleza y la bondad de la Dama Alustriel embargó mi espíritu de felicidad. En aquella biblioteca seguí el rastro de las Hojas de Luna. Existen en verdad muy pocas armas de este tipo, y la mayoría de ellas permanecen inactivadas, dormido su poder, suspendidas en un letargo mágico, por no haber encontrado una mano digna de empuñarlas. En todos los libros que consulté con ansia buscando información sobre mi maravillosa espada, no encontré una sola referencia que aludiera a un portador que no fuera un elfo de la luna. Al parecer, ninguna otra criatura, ni siquiera otros elfos, dorados o salvajes, había conseguido nunca empuñar un arma de estas características. Mi corazón no cabía en si de gozo al comprender la inmensidad del regalo de Eilistraee. Ahora sé con seguridad que, sea del color que sea mi piel, mi corazón es el de un elfo de la superficie, y espero que esta espada me sirva como muestra de amistad y confianza entre los demás elfos. Sinceramente tengo la esperanza de que algún día lleguen a aceptarnos, a Vierna y a mi. También encontré que las hojas de luna poseen poderes mágicos, poderes que desconozco. Aún tengo mucho que aprender, de la espada y de mi mismo, y de la mujer a la que he decidido entregar mi corazón, pero sin duda, la vida es larga y yo no tengo prisa. Ahora es cuando voy a empezar a vivir”.

“Cuando nos dirigíamos de nuevo hacia Mithrill Hall, un grupo de enanos acudió a recibirnos. Seguramente los guardianes de la entrada habrían avisado a los demás. Vierna los miró con recelo, pero los nobles seres nos trataron con respeto y nos condujeron directamente a presencia de su rey, el gran Bruenor Battlehammer. He de reconocer que estaba ansioso por conocer en mejores circunstancias que la primera vez que nos encontramos al noble enano que había aceptado al famoso drow Drizzt Do´Urden como a un amigo y un igual. Una vez en la sala del trono, Bruenor se mostró sorprendido cuando pregunté por Drizzt, y nos explicó que el drow había bajado hacía rato a los niveles inferiores para ir en nuestra busca. Entonces recordé que, en nuestra última conversación, habíamos quedado en encontrarnos en los túneles inferiores. Con todos los acontecimientos de los últimos minutos lo había olvidado por completo. Admito que no me agradaba en lo más mínimo la idea de descender de nuevo a aquellos túneles oscuros y sombríos, a tanta profundidad bajo tierra, pues me traían malos recuerdos de la Infraoscuridad y de la terrible lucha que había librado con las Siervas de Lloth y que había estado a punto de costarme la vida.

Pero la enorme araña y la sierva estaban muertas, ¿no? Yo mismo las había matado. Ya no había nada que temer, y los malos presentimientos que me embargaban mientras me internaba de nuevo en las aterradoras profundidades no eran más que imaginaciones mías, el fruto de una mente aún debilitada por los sufrimientos padecidos en aquel salvaje y oscuro mundo. Sin embargo, por más que lo intenté no conseguí quitarme de la cabeza la idea de estar siendo engullido por una boca inmensa y ávida, las voraces fauces de Lloth, que me esperaban con ansia. Quien iba a decir que un drow iba a anhelar tanto la luz como yo en aquel terrible instante en que las puertas que comunicaban con las minas se cerraron con estruendo a nuestras espaldas, sumiéndonos en la oscuridad más aterradora. Me sonó como el golpe de una lápida al caer inexorablemente sobre un ataúd. Vierna tiraba de mí con impaciencia y, mientras me esforzaba por seguirla, procuré desechar todos mis temores, sin mucho éxito. La espada palpitaba cálidamente en mi costado, y su contacto me ofrecía cierto consuelo, pero no bastaba. En la oscuridad, nada era suficiente.

Cuando llegamos al lugar que habíamos establecido para el encuentro con Drizzt, mis temores se confirmaron antes incluso de que yo entrara, al escuchar la exclamación de Vierna. No necesité preguntar nada cuando ella se agachó junto a los cadáveres.
- ¿De qué casa son? –pregunté sintiendo la garganta reseca.
- Baenre. ¡Esos bruja! Me negó su ayuda sólo para quedarse ella sola con el premio.
En otras circunstancias me habría resultado alarmante el tono en el que Vierna pronunció aquellas palabras, pero yo tenía otras cosas en que pensar. No podía ser tan sencillo. La matrona había tomado a Vierna por loca, era improbable que hubiera prestado atención a sus desvaríos. En cambio... ¡Pharaun! Debí haberle matado entonces, pero por algún estúpido motivo no fui capaz de hacerlo. No creí que fuera realmente necesario, pensé que estaría indefenso sin sus artilugios mágicos, pero parece que me equivoqué. Incluso sin sus malditos artilugios arcanos Pharaun debió de ser capaz de encontrar un medio más rápido de transportarse a Menzoberranzan. De lo contrario era impensable que hubiera podido llegar con la suficiente antelación como para informar a la matrona Banere de mis planes y poder así anticiparse. Si le sucedía algo a Drizzt, sería a causa de una negligencia mía. Al pensar en esto, aferré la espada con determinación, y miré al fondo del oscuro pasillo sin sentir ningún miedo. No había tiempo de volver a pedir refuerzos. Si efectivamente había sido Drizzt quien había matado a aquellos dos guardias, ahora su vida corría un grave peligro. Sin una palabra eché a correr pasillo abajo, siguiendo el rastro de cadáveres que sembraban el camino, y Vierna me siguió sin hacer objeciones. El espectáculo era terrible; estaba claro que la fama de Drizzt estaba bien merecida, a juzgar por el número de cuerpos que encontramos en nuestro camino. Pronto, los cadáveres dejaron de ser necesarios para guiar nuestros pasos; el sonido de las espadas al entrechocar sonaba ampliado en aquellas profundidades, y reverberaba en las paredes de piedra con el estrépito de todo un ejército. A juzgar por el sonido, eran muchos los que acosaban a Drizzt, pero aún así no pudimos evitar detenernos con sorpresa cuando alcanzamos nuestro destino.

Nos encontrábamos en un balcón de piedra que se asomaba al interior de una caverna circular de gigantescas proporciones. Los drows habían sabido elegir bien el escenario del combate, parecía que se las habían apañado bastante bien para conducir a Drizzt hasta allí. A excepción de varios balcones como el que se encontraban, a varios metros de distancia del suelo, sólo había dos entradas a la enorme habitación, y las dos habían sido bloqueadas por medio de la magia arcana de Lloth. Sendas paredes de acero cortaban el camino de huida de aquella ratonera. Drizzt se encontraba en un apuro; con la espalda apoyada en la pared de granito, se defendía valientemente de al menos una decena de enemigos que le tenían rodeado. Además, una veintena de drows observaba la batalla al acecho a no mucha distancia, dispuestos a intervenir para ocupar los lugares de los caídos. Y es que, allá por donde iba Drizzt, iba dejando a su paso un reguero de cadáveres, como pétalos de una negra flor. Yo estaba impresionado; en Usth Natha, yo era uno de los maestros de Melee-Maghtere, y era uno de los mejores guerreros de la ciudad, si no el que más. Sin embargo, la destreza, la velocidad de movimientos y la astucia de Drizzt me dejó sin habla; las cimitarras se movían a velocidades sobrehumanas, rasgando el aire a velocidad de vértigo, desgarrando por el camino ropa, carne y músculo. Cada vez que una de las cimitarras se movía, dejaba una estela azulada en el aire que al poco se volvía de color rojo cuando encontraban un destino. La sangre manaba entonces, bañando la brillante hoja, y confiriendo al hermoso espectáculo de colores, oscuros y terribles matices. Incluso el color de los ojos del drow había cambiado. El lila claro que normalmente caracterizaba sus ojos de espliego se veía ahora oscurecido por un fuego abrasador que parecía nacer de muy dentro de su alma, desde algún rincón ignoto y escondido de su espíritu. Viéndole matar de forma tan rápida y salvaje, por un momento me pareció imposible que se trata del mismo drow de mirada amable y triste que me había atendido tan sólo algunos días antes.

Miré a Vierna, para conocer su reacción, pero la mujer no prestaba atención a su hermano. Con los ojos entrecerrados escrutaba los drows que, como hormigas en su agujero se movían sin cesar, muy concentrada. Evidentemente, ella también había notado la magia clerical que obraba en los accesos, y sin duda registraba la sala buscando a la reina del hormiguero, la sacerdotisa Baenre que lo habría llevado a cabo.

Ambos la encontramos al mismo tiempo. La sacerdotisa, alta y espigada, se mantenía al margen de la confrontación, preparando sus hechizos. Mi primer impulso fue llevar la mano hacia el arco, pero sabía que no me sería posible pillar desprevenida a una sacerdotisa de una casa tan elevada y poderosa sin protecciones en plena batalla. Seguramente mi flecha no atravesaría su escudo, y ningún arma normal podría hacerlo. Empuñé mi Hoja de Luna y me volví hacia Vierna, que había seguido mi movimiento con cierta alarma.
- Ve a ayudar a Drizzt –le indiqué, consciente de que, pese a toda su valía el increíble elfo no podría resistir mucho tiempo aquella situación- yo me encargaré de la sacerdotisa. Los grandes ojos de Vierna se desorbitaron.
- ¡He perdido mis poderes clericales! –exclamó.
- Puede que ya no seas una clérigo, pero sigues siendo una mujer capaz de luchar. Empuña el mayal y demuestra que no necesitas de los oscuros servicios de Lloth.
- Pero es que los necesito –murmuró ella- no puedo enfrentarme sola a tantos guerreros solo con un mayal.
Me quedé mirando fijamente a Vierna, duramente, sin nada más que decir. Después me volví y me adentré en la batalla. Ahora todo quedaba en la mano de Vierna”.

Publicado originalmente por Éowyn / Edryuet / Telavariel en el foro del Clan DLAN, y reproducido en La Piedra de Cristal.

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